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Todos Somos Extraterrestres

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Cuando yo era pequeño, mis amigos, en vacaciones, se iban al pueblo. Así, durante los períodos vacacionales de más de 4 o 5 días, fuera navidad, semana santa o, sobretodo, en verano, desaparecían del barrio para ir a unos lugares estupendos, casi míticos, en los que se podían realizar actividades que en mi mente infantil me parecían maravillosas, a saber, zanganear con la cuadrilla hasta las tantas de la noche, vivir montado en una bicicleta, bañarse en un río, ver cómo se ordeñan cabras o pasear la estatua de la virgen en quince de agosto. Todo eso, claro, me resultaba lo máximo que un chaval podría desear, porque yo no tenía pueblo.

En su lugar, algunas veces (y nunca con esa frecuencia anual casi religiosa de mis camaradas de barrio), mis padres tenían el arrojo de llevarse a mis hermanas y a mí de viaje a León, lo más parecido a “mi pueblo” que pudiera tener. Y venga, esos ochocientos kilómetros infernales en coche. Por supuesto, no era un pueblo, aunque también es cierto que era lo más rural que yo había experimentado, no por la ciudad en sí, sino por algunos pueblos de alrededor que visitábamos. Pero no, el campo base estaba en la capital de provincia, con lo cual, no era ni chicha ni limonada. Debe hacer casi 20 años que no voy, pero no nos engañemos, no resultaba muy diferente que mi ciudad. Más pequeña, pero ciudad. Así que no había nada en común con esas vivencias rurales de mis amiguetes, más allá del palizón de carretera.

En León solíamos hospedarnos en el piso de una familiar de mi madre, una persona que recuerdo como entrañable, que acabó metiéndose a monja en un convento de clausura. Y para ti, mi lector descreído de mierda que no tiene ni idea de qué va eso, te diré que sí, es lo que parece. Un convento de clausura es como acceder a la edad media sin DeLorean ni hostias, donde unas monjas se encierran en un edificio del siglo XIV a no hacer nada, más que rezar, pasear por el claustro, y, ojo, tienen prohibida la salida del recinto de no ser por causa de fuerza mayor (visitas médicas, y demás). Antes de meterse a monja, esta mujer tenía una casa llena de libros, y es evidente que la religión estaba presente, pero desde luego su biblioteca había cosas interesantes. Tenía también tan sólo dos películas de vídeo, grabadas de la televisión, “Sonrisas y Lágrimas” y “Jesús de Nazaret”, la versión de Franco Zeffirelli. Obviamente, me tragué esas dos películas muchas veces, así que podría cantar las coplillas de la familia Von Trapp de memoria o recordar las escenas de ese clásico de viernes santo de los 80s y 90s.

Es por ello que me resultó una sorpresa dar, en esa casa tan devota, con un ejemplar de un libro titulado “Todos Somos Extraterrestres” de un tal Marius Alexander. El encuadernado era propio de una novelita de baja tirada, la portada pretenciosa y el contenido resultaba ser digno de una charla de bar de un Iker Jiménez con una par de sol y sombras de más. Así, el tal Marius Alexander desarrollaba una serie de teorías acerca del origen extraterrestre de la raza humana, considerando que lo que los cristianos asumen como la creación del hombre por parte de dios no era más que un experimento  de una raza superior de alienígenas que se entretuvieron sacándose de la chistera (voilà!) un ser nuevo en la Tierra.

Extraterrestres: están por todas partes (by @carloskarmolina)

Extraterrestres: están por todas partes (by @carloskarmolina)

Hablo de memoria acerca de un libro que hojearía con once años, y, seamos sinceros, apenas recuerdo lo que cené ayer,  que nadie espere datos pormenorizados. ¿Qué hacía ese panfleto con aires de teoría new age ochentera en casa de una mujer que acabaría metiéndose en un convento? ¿La duda, tal vez? ¿La curiosidad? En fin, como suele suceder en estos casos, no dejaba de ser una sucesión de ideas bien hilvanadas sobre una base francamente inconsistente. La idea de una raza humana creada por unos seres alienígenas es algo relativamente frecuente, que, por ejemplo, ya desarrollaban sectas como los elohimitas de los que hablaba Houellebecq en su novela “La Posibilidad de una Isla”. Y a partir de ahí, todo de teorías acerca de señales en biblias y otros libros sagrados de la noche de los tiempos, como el clásico del carro de fuego de Elías, y demás. Que en definitiva, hace dos o tres milenios, por lo visto, los extraterrestres se paseaban por el planeta como Pedro por su casa, y ahora, los jodíos se hacen los remolones. Y por ahí pasa la Atlántida, Egipto, o Jesús, un alien (como un Alf cualquiera) enviado a la Tierra. Y por si fuera poco, una teoría que en su momento me dejó francamente sorprendido, que los primeros humanos eran hermafroditas, es decir, tenían ambos sexos, como, y si me permitís la broma, la Veneno y Carmen de Mairena.

Tirando de Internet, veo que Marius Alexander es el pseudónimo de Màrius Lleget, un periodista y escritor de Granollers, pionero de la ufología en España, que publicó una treintena de libros entre 1955 y 1982. Marius Alexander suena mejor, suena a científico exiliado de la URSS por haber revelado secretos de lo que los cosmonautas vieron y nunca les dejaron explicar. Pero resulta que el tío era casi vecino mío.

Una vez más, me pregunto qué extraño resorte ha hecho saltar a este recuerdo a la superficie de mi memoria, esa memoria que me permite más fácilmente recordar aquello de “do, es trato de varón, re, selvático animal” o poder citar los años de publicación de los discos de Guns n’ Roses, pero no en qué piso del parking del centro comercial he aparcado mi coche. Como vemos, Marius Alexander no logró convencer a aquella lectora, que prefirió refugiarse en el catolicismo, en su vertiente más rancia. Pero no hace falta más que salir a la calle para darse cuenta de que sí, todos somos extraterrestres. O casi.

Canciones:

Guns n’ Roses: “Riad n’ the Bedouins”

Royal Headache: “High”

Phoenix: “1901”



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